Noches azules by Joan Didion

autor:Joan Didion [Didion, Joan]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Memorias
editor: ePubLibre
publicado: 2011-11-01T04:00:00+00:00

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No conozco a muchas personas que crean haber sido buenos padres. Los que sí lo creen suelen citar toda una serie de criterios que indican estatus (el de ellos) en el mundo: la licenciatura por Stanford, el máster por Harvard, el verano trabajando para el bufete de abogados blanco y conservador. Aquellos que tenemos menos tendencia a elogiar nuestro talento como padres, que somos la mayoría, nos dedicamos a recitar el rosario de nuestros fracasos, nuestras negligencias, nuestras morosidades y desidias. La definición misma de lo que es ser un buen padre ha experimentado una transformación elocuente: antes lo definíamos como la capacidad de estimular al hijo para que creciera hasta alcanzar la vida independiente (o sea, adulta), es decir, «levantar» al hijo, dejarlo ir. Si el hijo o hija quería probar su bicicleta nueva por la colina más empinada del vecindario, era posible que se le recordara de manera puramente formal que la colina más empinada del vecindario descendía hasta una intersección de cuatro calles, pero ese recordatorio no llegaba a molestar, puesto que la independencia todavía se consideraba el fin deseado de la jornada. Si el hijo o hija decidía emprender una actividad con posibilidades de terminar mal, puede que dicha posibilidad negativa se le mencionara una vez, pero no más de una.

Se da el caso de que yo fui niña durante la Segunda Guerra Mundial, lo cual quiere decir que crecí en unas circunstancias en las que se ponía más énfasis de lo habitual en la independencia. Mi padre era director financiero de la Fuerza Aérea, y yo fui con él primero a Fort Lewis, luego a Tacoma, a la Universidad de Duke en Durham y por fin a la base aérea de Peterson, en Colorado Springs. No fue una infancia de penurias pero tampoco de comodidades, debido a la masificación y la desubicación que caracterizaron la vida en torno a las instalaciones militares americanas durante 1942 y 1943. En Tacoma tuvimos la suficiente suerte como para alquilar lo que se llamaba una casa de huéspedes, que en realidad era una habitación grande con entrada independiente. En Durham volvimos a vivir en una sola habitación, pero esta ni era grande ni tenía entrada independiente, en una casa propiedad de un pastor baptista y su familia. Aquella habitación de Durham venía con «privilegios de cocina», lo cual en la práctica significaba que de vez en cuando podíamos usar la manteca de manzana de la familia. En Colorado Springs vivimos por primera vez en una casa de verdad, un bungalow de cuatro habitaciones situado cerca de un hospital psiquiátrico, pero no deshicimos las maletas: no tenía sentido deshacerlas, señaló mi madre, porque cualquier día podían llegar «órdenes», un concepto misterioso que yo aceptaba por pura fe.

En todos aquellos lugares se esperaba que mi hermano y yo nos adaptáramos, que saliéramos adelante, que nos inventáramos los dos una vida y al mismo tiempo que aceptáramos que cualquier vida que nos inventáramos podría ser sumariamente desmantelada por la llegada de «órdenes». Nunca me quedó claro quién daba aquellas órdenes.

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